15 de junio de 2011

El viejo tamborilero

Traemos hoy a estas páginas un precioso artículo dedicado a un famoso y querido tamborilero de Lumbrales: el tío Donís. El documento lo hemos extraido del Semanario Independiente "El Avante" de Ciudad Rodrigo y fue publicado el 4 de Octubre de 1913. Su autor: Alejo Hernández. Efectivamente, el mismo de las dos poesías que ya hemos publicado en estas páginas y que hacen referencia también a Lumbrales. Y es que Alejo, aunque nacido en Ciudad Rodrigo, descendía de Bogajo y Lumbrales. Eso está ya confirmado. En fechas próximas, -ahora estoy bastante atareado con el final de curso- intentaré terminar un largo artículo sobre este, hasta ahora, practicamente desconocido y olvidado escritor salmantino. Pero vamos con el artículo:


EL VIEJO TAMBORILERO

El tío Donís, menos conocido que Wagner y Beethoven, pero más músico que ellos, nació en Bogajo, porque su padre era guarda de El Regajal... Creció como casi todos los charros han crecido: Durmiendo a campo raso, robando garbanzeras y bellotas, cazando guirris y oropéndolas y guardando toros bramadores, negros, corpulentos, corniprietos y forzudos...
Músico por instinto, para distraer sus holganzas de vaquero, envidiando los rabeles y eucarinas de sus convecinos, cortó una gaja de sahuco, extrajo su médula y con genial acierto logró con siete “avuracos” una escala musical a la que pacientemente y sin otro maestro que su peregrino ingenio charro, sacó las más dulces tonadas populares. Su afición le llevó, cuando tuvo “posibles”, a comprar un rabel brillante por el uso con lengüeta de metal y embocadura de hueso... Allí fue donde su genio plasmó sus más bellos sentires, su amor y sus tristezas; allí cantó (¡charro Dionisios!) los acoplamientos sublimes de los toros padres con toda la fuerza, con toda la intensidad que la Naturaleza vertió en su caramillo, filtrándose antes por su alma de poeta.

En su rabel cantó el dulce equilibrio de la vida labriega, la serena majestad de los trillos resbalinos y los arados desgarrantes; cantó el amor hondo y sincero, casto y hogareño de los charros patriarcales, labradores, sencillos, ganaderos. Y como su genio musical no pudo estar oculto mucho tiempo, bien pronto se dio a conocer de todos los pastores y vaqueros convecinos; y después en las gañanías donde le buscaban para los bodorios como tañedor de flauta y al fin, cuando murió el viejo tamborilero de Lumbrales, el tío Galindo, le sucedió él en el puesto benemérito para tocar charradas en el baile de la Plaza, cobrando por cuenta del Ayuntamiento tres fanegas de trigo anuales y dos jarros de vino por sesión...

Aquello fue su consagración definitiva, el ideal supremo conquistado cuando aun no tenía veinte primaveras. Y alucinado con el éxito, se esforzó en perfeccionarse y lo alcanzó, llegando a ser el mejor tamborilero y flautista de la Charrería: en bodas y herraderos, en rondas y francachelas, la flauta del tío Donís, serena y melancólica, se dejaba escuchar adormeciendo el alma con plácidos equilibrios de dulzuras idílicas o haciéndola saltar de gozo con sus notas alegres, bullidoras como nerviosos cabritillos, con silencios intermitentes y tonos agudos que terminaban al fin en un sostenido lánguido de la última nota, como fatigadas del retozo, hasta perderse en la lejanía del llano...

Y todos los domingos y fiestas de guardar, el tío Donís congregaba con el insinuante zumbido de su tamboril, la gente moza para el baile. Las mozas con sus peludas sayaguesas y los mozos con sus tapabocas de colorines hechados por el cuello se entregaban a la danza, danza natural, uno frente a otro, separados, con los brazos en cruz y las manos péndulas, trenzando con los pies líneas cruzadas; él con los ojos en ella y ella con la vista humillada en tierra... jDanza sagrada, evocadora de helénicos danzares!

Y para mozas y mozos tuvo siempre el tío Donís una frase amistosa y halagüeña y en un silencio de flauta, tiempo para dar consejo a un charro sobre la variación del pié o la duración de una vuelta...

Por eso todos lo estimaron de joven como de viejo. El conocía al pueblo todo en sus íntimos secretos amatorios, porque sabía sorprender las miradas de las parejas y conocía el lenguaje sin palabras de los enamorados; sabía la nota punzante y evocadora del amor, conocía y calculaba matemáticamente el silencio de flauta en que las miradas convergían y asomaban los rubores.

Hasta los últimos días de su larga vida, el tío Donís, amenizó con su arte insuperable los bailes charros de la Plaza, porque a compás de su peregrina inspiración latían juveniles corazones; y también algunas veces, alegrados y rejuvenecidos por sus notas milagreras, sesudos y cavilosos viejos, sentían retozar la sangre moza y mirando a las fornidas muchachuelas del lugar avispaban, campesinamente perversos, las traviesas intenciones de los chicos, con la frase de ritual:
—¡Arremangaylas, muchachitos: arremangaylas!

Mas no fue solo en el baile de la Plaza donde el tío Donís dejó recuerdo imperecedero: También en la Iglesia el día del Corpus, al Sanctus, dejábase escuchar el prodigio de su flauta como una angélica melodía que no llegaba del coro, sino de lejos, de muy lejos, de una nube azul y remota hasta esfumarse en las azules nubes del incienso.

Mas todo su fin tiene y, por ende, el tío Donís lo tuvo un día. Un día triste y grisáceo fue su entierro; un día en que las mozas y los mozos seguimos tristemente el fúnebre cortejo... No hubo baile ni nadie pensó en él. En las andas de pobres iba el cuerpo inerte que albergó aquel espíritu romántico y sentimental, capaz de todas las nostalgias y todas las dulzuras de las coplas salmantinas... Aquel espíritu que aromó con su genio poderoso las vidas laboriosas y fecundas de tres generaciones y que, valiendo más que Wagner y Beethoven, se enterró humilde y silenciosamente en una tarde gris, entre las lágrimas sinceras de un pueblo que “lo sentía”.

Alejo Hernández