26 de agosto de 2009

Pregón de Fiestas 2009


PREGÓN DE FIESTAS
AGOSTO DE 2009
JOSÉ LUÍS BARAHONA GARZÓN


Villaviejenses, allegados y acogidos, amigos, familia, autoridades, charros: Muy buenas noches a todos. Para estar aquí aseguro que no he tenido que hacer algo extraordinario o brillante, ni siquiera meritorio. Me he limitado a aceptar el ofrecimiento de la Corporación Municipal de nuestro querido pueblo. Consentí y asumí el compromiso. Tanta generosidad en la oferta me hace sentir emocionado por el honor recibido.

Señoras y Señores Concejales, Señor Alcalde: Inmensamente agradecido. Con la cortesía y el respeto debidos, con la proximidad que me alienta pido licencia para el tuteo. Os lanzaré a voleo mis recuerdos con afecto, cariño y admiración. En memoria y a la memoria de los que nos dejaron, seres queridos que fallecieron, para ellos que son nuestras raíces y el alma de nuestro pueblo: UN RECUERDO. Otra sensación bien distinta me produce el dar la bienvenida, con el alborozo que merecen, a los nacidos que tendrán su primera ocasión de respirar el ambiente de las Fiestas. A sus familias enhorabuena.
El paso del tiempo me sitúa en el curso medio del río. He dejado atrás las fuentes cristalinas, los montes frondosos, los valles frescos y fecundos, la mies gozada…; lo cosechado, lo vivido. Seguiré descendiendo, a poder ser, reposado y, si Dios quiere, disfrutando. La nostalgia y la ilusión me ayudaran a vivir con intensidad cada momento: como esposo, padre, hijo, hermano, yerno, cuñado, tío, sobrino, primo, compañero de fatigas y amigo. La lista queda abierta a la esperanza.
Es posible que nacer en Hernandinos, cerca de la ribera del Camaces a poquita distancia de su nacimiento en las Lagunillas, en la casa “chica” de las que decían de Malaco el 30 de Junio de 1951, haya tenido transcendencia en mi vida.
Mis padres, Rosario y Ángel, tuvieron allí su primera residencia, al lado de la de mis abuelos maternos Elvira y Gabriel. Allí nacieron dos de mis hermanos, chico y chica, el cuarto en Santidad dieciséis años después. La densidad de población era alta, en aquellas casas vivíamos unas treinta personas; cuatro familias. La más numerosa, además de querida muy cercana, con once hijos.
Estábamos en contacto constante con los vecinos de los alrededores. Según la temporada y las faenas lo requerían nos acompañaban jornaleros, esquiladores, vaqueros, pastores, segadores y el herrero del Pito o el de Villavieja. Regularmente nos visitaban comerciantes, aceiteros, vinateros, componedores, estañadores, pelliqueros, tratantes…
También nos hacían compañía muchachos de otras fincas que iban allí “a escuela”, según el número de asistentes la dábamos en un cernidero o en una panera. En el marco de la puerta de acceso íbamos dejando marca de nuestra altura con fecha y nombre. Aquello era muy serio, con revisión de deberes, profesorado autóctono, titulado y aceptado por aclamación popular.
Todo era un juego, en muchas ocasiones con riesgo añadido, pues imitábamos tareas que veíamos realizar a los mayores. Eran nuestros talleres de formación práctica y destreza. La “destralita” o “la navajita” eran muy recurridas para prepararnos “jincachas”, zancos, chirumbas… Saltar con pértiga la ribera crecida, cuidar del ganado, hacer hondas y tirar con ellas, montar en caballerías, coger manzanilla y bellotas. Sí estábamos entretenidos. Según ibas creciendo ponías algo de tu parte para hacer de las tareas que te asignaban un entretenimiento más.
También la naturaleza nos obsequiaba con espectáculos muy completos, como las tormentas que contemplábamos desde el portalillo de la casa grande de mis abuelos. Las vividas a campo abierto eran tremendas: casi al unísono el relámpago, el trallazo metálico y hueco del trueno, un olor azufrado a quemado y el chasquido de la astilla desprendida del roble de arriba abajo.
Las peleas entre animales con bramidos y berridos, choque de cuernos y topetazos. En la noche los sonidos alcanzaban una dimensión especial. Ya fueran mugidos, aullidos, maullidos, el sonido del viento, el graznido de una lechuza o el sonar de una dulzaina, me envolvían en un sobrecogimiento mezcla de belleza e inmensidad, por otra parte cotidiano y natural.
Conservo la imagen de mujeres maduras, madres jóvenes y mozas de la vecindad que después de pasar aquellos montones de ropa por el programa adecuado de ablandar, enjabonar, frotar y restregar sobre el lavadero o mano contra mano con salero, solear, aclarar, y torcer, volvían a casa rematando la conversación mantenida y con la altivez que les daba: la tajuela en un brazo, el caldero colgando del otro y el “barreñón” sobre la cabeza, protegida por la rodilla o el mandil doblado.
Recuerdo la sementera, con las parejas de ganado y su rumiar repetitivo, el olor a tierra removida y a hierba seca o paja humedecidas. A la brigada de una pared, al tronco de un roble, de un alcornoque o de una encina. En medio el perol ó la fuente con comida. Alrededor, con sus chaquetas y albarcas, almas de labradores, aromas, sabores, sensaciones de las rudas jeras para labrarse una vida.
En la siega la sequía, el olor de la mies en sazón, el penetrante y amargo de la magarza, el sudor la sed y el sol. Los “zarajuelles” y las “argañas”. La acarrea, el bálago, la trilla, el polvo, el tamo y el esperado grano. Siempre salía menos que paja. Con el tiempo fui cogiéndole el gustillo al día que iban los herreros a aguzar rejas y herrar a los animales, por las conversaciones, sobre todo las de los mozos de las distintas fincas, que contaban alguna aventura referente a fiestas en las que ilusionaba pensar. Merecía la pena darle al fuelle y entre el golpeo rítmico de los martillos captar algo de información.
Al refrescar estas cosas revivo la importancia que tenía para mí ver reflejado en el semblante, en los gestos o en el tono de voz de los más cercanos, la conformidad o satisfacción por los resultados obtenidos de cosechas, de la venta de ganado o del tiempo favorable. No me hacía ninguna gracia captar el disgusto, la desazón o algo negativo.
Voy dejando Hernandinos, las haldas de mi abuela, su bondad, sus mimos y las delicias de su cocina. Caminaré hacia las casas del cuarto de El Pito, donde vivían mis abuelos paternos Manuela y Manuel. El abuelo falleció siendo yo muy pequeño. Siempre he sentido el fastidio de no recordarlo con nitidez. La abuela transmitía amparo y dulzura; valoraba y daba importancia a lo que hacías. La visitábamos con frecuencia. Al llevar mi padre y sus hermanos el trabajo en común andábamos a caballo entre las fincas arrendadas y esta. Allí vivimos un par de años.
Después nos trasladamos a Santidad. Esto supuso un cambio importante por la cercanía con el pueblo. Si todo iba bien el primer contacto con Villavieja, “los de las dehesas”, lo teníamos el día del bautismo. Desde ese día me trajeron con frecuencia y venía a temporadas “a escuela” incluso a la de párvulos. Estar con mi tía era vivir en mi casa. La calle de La Luz es mi primera referencia de Villavieja de Yeltes. Mis tíos, mi primo, los familiares, los vecinos y amigos de mi familia y mis primeros amigos en el pueblo; con ellos comencé a relacionarme, a participar en juegos. Siempre me ha unido una relación particular con aquella vecindad. Cuento tres comercios, panadería, cine, carpintería, y aquel grifo tan concurrido y bonito. Cerca la churrería, una barbería y una fragua. Había vida, actividad y muchos niños. El kiosco estaba a un paso.
Las calles de nuestro pueblo, las plazas, los grifos, las fuentes, los caños, los soportales, el juego, las “tenás”, los “rinches “y los “casetos”. Entre estas piedras estaba el gua, aquí el neto.
Percibía importancia en la vía, los trenes, la estación. Recibimientos y despedidas, abrazos y lágrimas, maletas y cestas de maleta; inmigrantes y emigrantes, estudiantes, militares, mineros. Trabajo, transporte, comercio, comunicación y progreso. Mis padres me enviaron, con un primo mío de Lumbrales, a la Escuela Apostólica de San Agustín, en Palencia, donde pasé cinco años de formación, estudios y convivencia continuada con compañeros. Era el más joven de mi curso. Salvo en los momentos en los que echo en falta algo de mala uva, valoro profunda y positivamente la formación y el trato humano y respetuoso que generosamente recibí de los PP. Agustinos.
Mención aparte merecen los ocho meses de noviciado que viví en el Monasterio de Santa María de la Vid. Nunca había pensado en continuar mi vida como religioso, pero durante este corto periodo de tiempo me lo planteé y sopesé con seriedad. Salí de aquel precioso convento en la primavera de 1968, renunciando a la vida religiosa apenas comenzada, ilusionado con otra manera de afrontar o vivir la vida.
Desde nuestro traslado a Santidad todo se me antoja distinto. He dejado la niñez la infancia se había ido. Los recuerdos, las vivencias, las relaciones, los estudios, el trabajo y los anhelos ya eran otros. Toda la vida habíamos acudido a las fiestas más significativas del pueblo. Era frecuente después de un día de trabajo, prepararme, coger la bici y venir a pasar un rato con los amigos para parlar y echar un trago. Había pasado seis años en el colegio. Tuve mi periodo de adaptación, retomé o comencé nuevas relaciones. Etapa plena en trato, en conocimiento de unos y otros, en aceptación de diferencias y encontrar mi espacio.
Una mirada, una sonrisa. Cruce de palabras y un comienzo de algo. ¿Recordáis el “trámite” de sacar a bailar? La petición: elección, tensión, timidez y ¿bailas? después ¿sigues? ¿Te quedas? De juego nada. ¡Era un sin vivir!
Al ver a las niñas jugando a las tabas suponía que tenían o podían desarrollar un don especial o un sexto sentido. Aquella habilidad de mirar para un lado y ver otros, de lanzar algo hacia arriba y cambiar colocando la taba allí abajo. Estaba claro que cuando nosotros íbamos, vosotras ya estabais de vuelta. Quizás, cogíais o cogíamos algún atajo.
Villavieja suponía relaciones personales, relaciones de grupo, convivencia, diversidad, aceptación, contraste de opiniones, todo ello adobado de desenfado y embutido en fiesta. Que ribera tan bonita acompaña al río Yeltes; eran agradables los días de río y de merienda: conversaciones íntimas, picardías, bromas, insinuaciones, confianzas, gustos, preferencias y pasiones. Despertó mi afición a la caza, ojalá no coja el sueño. Espero seguir teniendo lances de ensueño y compañeros entrañables.
Por entonces Filo y yo comenzamos nuestra relación. No fue por afición, que fue por devoción.
Por fin vinimos a vivir, ya definitivamente, a nuestro querido pueblo. Primero al Barrio del Rodeo, con una vecindad entrañable. Todo va de maravilla y dolorosa fatalidad: Pilar y Antonio perdidos. Un recuerdo a su amistad. Un abrazo a sus hijos.
Coincidiendo con la concentración los quintos del 72 celebramos nuestra fiesta. Pronto habrá, como dice la canción, que volver: “a concentrar a las chavalas que sepan besar”. Nos trasladamos al Barrio de El Santo. Ya a nuestra propia casa: Que mi agradecimiento a los vecinos, por vuestro apoyo a mis padres y por el calor recibido, no se quede corto.
Tengo recuerdos muy gratos de mi breve estancia en San Sebastián y de aquel grupo de Villaviejenses que nos juntábamos los fines de semana. No nos queda otro remedio que recordar, con el cariño y el afecto que lo hacemos habitualmente, a los que faltan. Fue mi primera experiencia en el mundo laboral: trabajo, juerga y trabajo.
Mi entrada en el Banco de Santander me lleva a San Lorenzo de El Escorial, conocí a familias de Villavieja que vivían allí o en El Valle de los caídos, en El Escorial y en Galapagar. Ese año 1974 me quede sin las ansiadas Ferias y Fiestas.
El 23 de agosto de 1976, hoy se cumplen 33 años, Filo y yo nos casamos. Con sus padres Aurelia y Antonio, con su hermano, con su abuelo y con sus tíos además de sus familiares y amigos, enriquecí mi patrimonio en lo humano: afecto, familiaridad y generoso buen trato. Para mi suegro un recuerdo especial, me hubiera gustado verlo ahí sentado. Quizás no se perdió unas Ferias en su vida.
Tengo la impresión de que el tiempo pasó muy deprisa. Fijamos nuestra residencia en Villaviciosa de Odón, pueblo tranquilo con gente agradable y acogedora en el que mantenemos relaciones de vecindad y de amistad. Aún se paladea el sabor del pueblo que era cuando llegamos, donde encontramos algunos familiares y familias de Villavieja. Después han recalado más. También han cuajado matrimonios entre naturales de aquí y de allá. Allí tuvimos y criamos a nuestros hijos José Luis y Antonio.
De estos treinta y tres años intensos e importantes, como en la vida de cualquier persona, me resulta difícil trasladaros algo. Son muchas cosas que las veo dentro de una burbuja de dedicación a la familia y al trabajo. No he puesto interés en fijarme otras metas y hemos acertado en regalarnos dosis de Villavieja, de respirar pueblo, de pasar ratos con vosotros y de acercarnos aquí con cualquier pretexto. Nos alegra como han captado nuestros hijos las esencias de esta tierra y han tenido la fortuna de disfrutar de sus bisabuelos, abuelos y tíos. Este es su pueblo. Han vivido desde la infancia el ambiente de las fiestas con el pueblo y con sus amigos.
Cuando sopla el viento propiciado por las fiestas, por el ambiente desenfadado, comunicativo, de empatía y simpatía, cargado de la indudable hospitalidad que nos caracteriza, van quedando al descubierto nuestros valores.
Esta experiencia de aflorar sentimientos a borbotones nos une en lo humano, nos diferencia como individuos y nos define dando importancia a nuestra personalidad dentro del grupo. El festejar nos lleva a relacionarnos con el pueblo, con los amigos y con la familia. Si lo hacemos con cierto equilibrio es fácil que nos proporcione satisfacción personal y solidaridad. Los que estáis aquí “de quieto” sois los que sustentáis el pueblo y sorteáis las dificultades del día a día según vuestro entender y criterio. Los que vamos y venimos, o mas cerca o mas lejos, cada uno como podemos cultivamos nuestro huerto.
Me reconforta ver durante todo el año las actividades que desarrolláis: celebraciones, conmemoraciones, viajes, canciones, teatro, reuniones, disfraces, concursos de cocina, la petanca, la calva, asociaciones, peñas, el boletín de noticias y la disposición y armonía para disfrutar de las relaciones. Estamos viviendo días de ambiente festivo, de juegos, de competiciones, de saludos, de abrazos, de discrepancias y de complicidad. De echar en falta, o de captar, un aliento, un gesto o un ademán.
Queda mucho que compartir: conversaciones, risas, bailes, cantares, prisas, emociones, caricias, requiebros, juegos, vivencias e ilusiones. Cuanto que agradecer por dependencia, dedicación, desvelos y devaneo.
Hago mención a los que me precedieron en este ritual y a los que día a día desempeñaron con profesionalidad, con dignidad y con trompeta la tarea de “anunciar”, de “hacer saber.” Lo que me amarra a mi pueblo es el tirón de lo humano. Sin renunciar al cariño familiar y al afecto más o menos cercano, me llena de satisfacción recordar relaciones de amistad que permanecen en el tiempo y muestran su autenticidad con el soplo suave del reencuentro.
Permitidme un gesto con mis amigos, con los que mantenemos una relación más estrecha y más continuada. Equilibrada en el trato, en el respeto y en la confianza. Es agradable compartir, en grupo o en panda: mesa, mantel y barra, con frecuencia. Sin nuestras mujeres también seríamos amigos. Con vosotras, tenemos amigas, compañeras y también a vuestros amigos. Sí, mucho más nos habéis arrimado: ternura, delicadeza, cariño, realismo, entrega y esfuerzo. Por agradaros, pusimos en manos de Nuestra Patrona, para que os la hiciera llegar, la Caballerosidad.
¿Qué nos queda para darnos u obsequiarnos? Pues tres cosas: amistad, amistad y amistad, que florece en los que formáis la base y el núcleo del grupo, los que estando aquí nos convocáis, nos recibís y acompañáis. Deseo que sintáis una satisfacción profunda por lo que dais con generosidad.
Virgen de los Caballeros: Quiero decirle ¡PERLA ¡ a cada una de las mujeres que tiene que ver con nuestro lugar. Ellas con su belleza humana y espiritual en oda de alabanza: ¡DIVINA! Te cantaran.
Está próximo a llegar ese momento cumbre del ritual, la convocatoria en la Plaza y terminar la ceremonia de la bajada de la Virgen cantando, pasando del “Villavieja de mi amor” al “Perla Divina de Villavieja”. Luego a expandirse, a festejar y a disfrutar.
“Una vez al año es licito hacer locuras”; escribió San Agustín, del que tomo el pensamiento de vida en comunidad: “En las cosas necesarias la unidad; en las dudosas la libertad; y en todas la caridad”.
AQUÍ TENEMOS LAS FERIAS Y FIESTAS DE VILLAVIEJA DE YELTES DEL AÑO 2009 EN HONOR DE NUESTRA SEÑORA LA VIRGEN DE LOS CABALLEROS.

SU COMIENZO HE PREGONADO. Muchas gracias a todos. ¡VIVA VILLAVIEJA DE YELTES! En Villavieja de Yeltes, a 23 de Agosto del 2009. José Luis Barahona Garzón