20 de junio de 2009

MEMORIAS DE UN SETENTÓN

Transcribimos a contnuación el capítulo VII dedicado a Salamanca y los Arapiles de las "Memorias de un Setentón, natural y vecino de Madrid" escritas por Ramón Mesonero Romanos (El Curioso Parlante), cuyo padre era salmantino.


Capítulo VII
1813

Salamanca y los Arapiles


- I -

Cansado de ir, como quien dice, a la zaga de la Historia en los capítulos anteriores, porque así lo requería la magnitud de los acontecimientos durante los seis años de la guerra de la Independencia, permitido me sea (si no lo ha por enojo el benévolo lector) reposar algún tanto de aquella narración histórico-anecdótica, para trazar en la presente un episodio que, aunque puramente personal y de índole doméstica o privada, tiene relación con aquella época, como que se refiere al viaje que en compañía de mis padres y hermanos hice al teatro de uno de los sucesos más trascendentales de la guerra, con el cual ligaban a mi familia circunstancias especiales. -Con esto aprovecharé la ocasión de volver por el momento a mi propósito primitivo, que no fue ni pudo ser otro que el de reflejar en estos apuntes el colorido característico de aquella sociedad, su manera de ser, como ahora se dice, sus costumbres, sus deseos y modestas satisfacciones.

Aunque nacido en Madrid, y con fija residencia en esta villa, a cuyo desinteresado servicio he procurado consagrar mi escasa inteligencia y sincera voluntad; aunque en el curso de mi dilatada vida he tenido ocasión de conocer y apreciar las respectivas excelencias de todas o casi todas las principales ciudades de España, y muchas del extranjero, todavía queda un lugar señalado en mi corazón, un recuerdo indeleble en mi memoria, consagrados a la insigne ciudad que baña el Tormes, y que por sus afamadas escuelas mereció ser conocida con el epíteto de Atenas española, y por sus grandiosos monumentos artísticos, con el no menos preciado de Roma la chica.

Y no podía menos de ser así, por las circunstancias especiales que me rodearon desde la cuna respecto a esta celebérrima ciudad. -Oriundo de ella por mi padre don Matías Mesonero Herrera -según fue dicho ya en la Introducción a estas «Memorias»-, puede decirse que existía en mi sangre el germen de este filial cariño, que se fue desarrollando a la vista de todos los objetos, de todas las personas que rodearon mi infancia, de todas las gratas impresiones que mi buen padre, entusiasta salmantino, cuidaba de excitar en mi corazón.

Desde los primeros arrullos que escuché de sus labios cuando me dormía en sus brazos, a los sencillos y animados ecos de las canciones de la tierra -«Torito de la Puente - déjame pasar - que tengo mis amores - en el arrabal»; o la popular de las Habas verdes -«Ayer me dijiste que hoy - hoy me dices que mañana», etc.-, hasta los cuentos, refranes a idiotismos locales con que amenizaba sus narraciones; desde los sabrosos frutos de aquella feraz comarca, que abundaban en nuestra mesa, hasta el traje de charro con que gustaba adornar las infantiles personas de sus hijos de uno y otro sexo; desde los muebles, estampas y demás objetos que adornaban la casa, hasta la secular escribanía, obra de uno de los famosos artífices salamanquinos, y marcada con el Toro y la Puente, armas de la ciudad -que es la misma que conservo y que he usado toda mi vida-, todo conspiraba a crearnos en la imaginación una segunda naturaleza, un verdadero entusiasmo salmantino.

Además de este cariño, muy propio de un hijo bien nacido hacia su pueblo natal, reunía también mi padre otras circunstancias que lo ligaban más y más a su país. Formando el núcleo de los importantes negocios puestos a su cuidado, representaba en la corte los de aquella ciudad y provincia; era apoderado general de los Ayuntamientos, Cabildo eclesiástico, Universidad y Sexmeros de la tierra, y en general de todas las corporaciones, títulos y personas de cuenta en ella; y tanto, que cuando en ocasiones acertaban a ponerse en pugna los intereses respectivos, tenía que optar por una de las partes para representarla en su defensa.

Consecuencia de todo esto y de la natural franqueza del carácter castellano, era que su casa viniese a ser para los salmantinos una sucursal de la propia, y que se viese constantemente frecuentada por las personas más autorizadas de aquella sociedad, por los insignes doctores del gremio Universitario, por las dignidades del cabildo y clero regular, por los opulentos ganaderos y labradores, verdaderos dueños señoriales de aquel territorio, por los humildes charros de la tierra, a quienes se complacía en recibir indistintamente y sentar a su mesa con igual franqueza, sirviéndoles en sus negocios con la más sincera voluntad.

Sobre todo esto (que acaso a nadie puede interesar más que a mí) habré de pasar rápidamente en obsequio del bondadoso lector, para contraerme al objeto que en este instante mueve mi pluma, que no es otro que el de ofrecer un cuadro sencillo de alguno de los accidentes característicos de aquella sociedad, valiéndome para ello de la coincidencia, al terminar la guerra, con la primera visita que en compañía de mi familia hice a la región salamanquina.


- II -

En el mes de Agosto de 1813, apenas evacuada por los franceses la capital del reino a consecuencia de la gloriosa jornada de los Arapiles, mi buen padre, que con suma impaciencia había permanecido incomunicado durante cinco años con su país, aunque sabedor por el rumor público de la desdichada parte que en los desastres de la guerra había alcanzado; que se complacía en referirnos los pormenores de aquella importante jornada, mostrándonos en el mapa con el dedo los pueblos de Arapiles y sus colindantes, las Torres (donde radicaban sus bienes), Calvarrasa, Babilafuente y demás que fueron campo glorioso de aquella sangrienta batalla; que suspiraba y gemía, no por sus frutos perdidos, no por sus tierras, incultas o abandonadas, sino por los desmanes causados a su país natal a consecuencia de los frecuentes encuentros de los ejércitos franceses con los aliados anglo-hispano-portugués, no pudo resistir por más tiempo a su deseo de visitarle y convencerse por su misma vista de tanta calamidad y desventura.

Arrostrando los terribles obstáculos que a la sazón ofrecían los caminos destruidos, los pueblos, las ventas y caseríos incendiados, el ataque probable de las bandas de salteadores que había dejado la guerra en pos de sí, y los escasos o inverosímiles medios de comunicación que por entonces eran posibles, ajustó una galera (no recuerdo cuál de las dos que hacían el ordinario servicio entre Madrid y Salamanca, a cargo de los respectivos capataces Picota y Faco Brocas), y al rayar el alba de una mañanita de Agosto, previa la saludable y muy prudente preparación con los auxilios espirituales, y probablemente la de arreglar también sus negocios temporales, embanastó en el ya dicho vehículo a toda la familia, compuesta del matrimonio y cinco hijos, todos de tierna edad -yo, que era el segundo, contaba a la sazón diez años- y emprendimos con la ayuda de Dios una marcha heroica, que ofrecía a la sazón más peligro que el que hoy suelen arrostrar los osados exploradores de las regiones polares.

Difícil, cuando no imposible, será detallar por menor los diversos accidentes de tan arriesgado viaje, en las condiciones que quedan indicadas; y además de empresa larga y enojosa, acaso sería inútil, porque, por mucho que me lo recuerde mi infantil memoria, no he de alcanzar probablemente a diseñarlos con toda exactitud, como ni tampoco conseguiré persuadir al lector de hoy de lo que era un viaje por tierras españolas en el año de gracia de 1813, esto es, 64 años ha y a raíz de la famosa guerra de la Independencia.

Limitareme, por lo tanto, a decir que en las 33 leguas que separan a Madrid de Salamanca -y que hoy se salvan en diez horas, por ferro-carril-, empleó nuestra galera cinco días mortales, a razón de cinco o seis leguas en cada uno, y andando desde antes de amanecer hasta bien cerrada la noche. -La primera de estas la pasamos en la venta de la Trinidad, o más bien en su portalón, porque la absoluta ausencia de puertas y ventanas, incendiadas por unas y otras tropas, de camas y de muebles de ninguna clase, nos obligó a permanecer a bordo de la galera y consumir en ella las provisiones de boca que llevábamos de Madrid, y que buscar en la venta fuera pedir cotufas en el golfo. -Pasamos al siguiente día el famoso puerto de Guadarrama, divisorio de ambas Castillas, a pie enjuto (por estar a la sazón limpio de nieves) y escoltando la galera para librar de toda fatiga a las escuálidas mulas, que a las cinco o seis horas dieron en los pesebres de la desmantelada fonda de San Rafael.
Blasco Sancho, Villanueva de Gómez, Muñoz Sancho y Peñaranda de Bracamonte fueron las regaladas etapas en los días subsiguientes; y mi padre, que era gran andarín y no podía sufrir el traqueteo de la galera, no bien salimos al amanecer el último día de Peñaranda de Bracamonte, nos empeñó a emprender a pie y por vía de paseo la marcha a la ciudad, de la que aún distábamos siete leguas mortales, y luego que hubimos llegado a Ventosa y Huerta, pueblos más cercanos, todo se le volvía enristrar el catalejo para ver si alcanzaba a descubrir alguna de las torres que él tenía impresas en la imaginación; pero a medida que íbamos acercándonos se iba también anublando su semblante, y lanzaba suspiros y exclamaciones, porque echaba de menos muchas de ellas, que habían desaparecido en los horrores de la guerra.

Llegamos al fin a Salamanca, sanos y salvos (casi sin ejemplar), en la tarde de la jornada quinta, y luego que aquella noche, fue su primer cuidado a la mañana siguiente marchar con toda la familia a recorrer los barrios extremos, señaladamente los que dan al río Tormes y que ofrecían un inmenso montón de ruinas, una absoluta y espantosa soledad.

A su vista, mi buen padre, bañado en lágrimas el rostro y con la voz ahogada por la más profunda pena, nos hacía engolfar por aquellas sombrías encrucijadas, encaramarnos a aquellas peligrosas ruinas, indicándonos la situación y los restos de los monumentales edificios que representaban. -«Aquí, nos decía (sin saber él mismo que parodiaba a Rioja en su célebre composición A las ruinas de Itálica), era el magnífico monasterio de San Vicente; aquí el de San Cayetano; allá los de San Agustín, la Merced, la Penitencia y San Francisco; estos fueron los espléndidos colegios mayores de Cuenca, Oviedo, Trilingüe y Militar del Rey. -Aquí estaba el Hospicio, la casa Galera, y por aquí cruzaban las calles Larga, de los Ángeles, de Santa Ana, de la Esgrima, de la Sierpe, y otras que habían desaparecido del todo. -Tanta desolación hacía estremecer al buen patricio, y su llanto y sus gemidos nos obligaban a nosotros a gemir y a llorar también.

La verdad es que esta antiquísima, y monumental ciudad había sucumbido casi en su mitad, como si un inmenso terremoto, semejante al de Lisboa a mediados del pasado siglo, la hubiese querido borrar del mapa. El sitio puesto por los ingleses antes de la batalla de los Arapiles; la toma de los monasterios fortificados de San Vicente y de San Cayetano, y el incendio del polvorín y la feroz revancha tomada por los franceses la noche de San Eugenio, 15 de Noviembre, a su vuelta a la ciudad, fueron sucesos ocasionales de tanta ruina, y que no se borrarán jamás de la memoria de los salmantinos.

Angustiados nuestros corazones con tan tétrico espectáculo, y no pudiendo mi padre soportarle por muchos días, saconos al fin de la ciudad para los pueblos inmediatos de las Torres y Pelabrabo, donde, según dije antes, tenía sus propiedades, más bien que con el propósito de visitarlas, con el deseo de recorrer aquellos campos gloriosos, en que se verificó, el 22 de Julio del año anterior, la tremenda lucha entre los ejércitos aliados y el del invasor, que dio por resultado el señalado triunfo de los primeros.

Pisamos, pues, aquellas célebres, aunque modestas heredades, hallándolas casi yermas, si bien sembradas de huesos y esqueletos de hombres y caballos, de balería de todos calibres, y de infinitos restos del equipo militar. Era un inmenso cementerio al descubierto, que se extendía por algunas leguas a la redonda, y que ofrecía un horroroso espectáculo, capaz de poner miedo en el ánimo más esforzado. - Pero los muchachos lo apreciábamos de otro modo, convirtiéndolo todo en provecho de nuestros juegos y escarceos. Mis hermanitos y yo, unidos con los chicos de los renteros de mi padre, y con la mejor voluntad y patriótica algazara, reuníamos aquellos horribles restos, apilándolos en formas caprichosas y pegándoles fuego con los rastrojos, porque todos aquellos huesos, a nuestro entender, «eran de los pícaros franceses», y porque, según nos aseguraban los labriegos, aquellas cenizas eran muy convenientes para el abono de las tierras; otras veces, dedicándonos al acopio de proyectiles, les colocábamos en sendas pilas, como suelen verse en los parques y maestranzas, y recogiendo entre ellos aquellos más pequeños que podíamos llevar en los bolsillos, tornábamos a la aldea muy satisfechos de nuestra jornada y ostentando nuestro surtido de municiones. Otro día, conducidos por mi padre, nos dirigíamos a las dos célebres colinas, el Arapil grande y el de las Fuentes, teatro principal de aquella sangrienta jornada, y cuya nombradía alcanza a los tiempos heroicos de nuestra historia, según el Romancero:

«Bernardo estaba en el Carpio
Y el moro en el Arapil;
Como el Tormes va por medio,
No se pueden combatir».

Visitábamos después la humilde aldea que lleva este nombre, y en ella la casa de Francisco N., apellidado el Cojo de Arapiles, porque una bala de cañón le llevó una pierna cuando, según él decía, estaba dirigiendo al Lord en sus exploraciones por aquellos campos. Mostrábanos la ventana desde la cual asomado el mismo Wellingthon asestaba su anteojo en diferentes direcciones, y por más señas, nos enseñaba uno que decía ser el mismo, y que, por cierto, era demasiado vulgar y poco digno de haber sido usado por tan ilustre general.

De vuelta a casa la alegre comparsa de muchachos, comentábamos a nuestro modo los detalles de la batalla o la parodiábamos en las eras del pueblo, entonando al mismo tiempo la canción especial de que queda hecho mérito en el capítulo anterior: «Wellingthon en Arapiles - a Marmón y sus secuaces», etc., o bien tomándolo por otro tono y estribillo, prorrumpíamos en la otra cantilena local dedicada a D. Julián Sánchez el célebre guerrillero y héroe legendario de aquella comarca, y que decía de esta manera:

«Cuando D. Julián Sánchez
Monta a caballo,
Se dicen los franceses,
"Ya viene el diablo".
»Ea, ea, ea,
Ea, ea, eh,
Era un lancerito
Que me viene a ver,

Él me quiere mucho,
Yo le quiero a él.
»Un lancero me lleva
Puesta en su lanza,
¿Si querrá que yo vaya
Con él a Francia?
»Ea, ea, ea,
Ea, ea, eh, etc.».

Habiendo citado a este ilustre partidario, cuya bravura le conquistó la estimación del general inglés, permitiéndolo cooperar con su división, no sólo a la batalla de los Arapiles, sino a las de Vitoria, San Marcial, y hasta penetrar en Francia, trascribiré aquí un párrafo de una carta que D. José Somoza, excelente escritor y poeta, amigo y condiscípulo de Meléndez y de Quintana, me dirigió desde Piedrahita, su residencia ordinaria, en contestación a ciertas preguntas que le hacía sobre este famoso caudillo; decía, pues, así:

«Tienen fama las charras de Castilla, no sólo de buenas mozas, sino de enamoradas y sensibles en sus sombrías soledades. En virtud de este concepto, y por exageración, cuentan (y será cuento estudiantino) que en tiempo de la guerra de la Independencia, cuando los lanceros de D. Julián Sánchez, todos mozos del país, defendían la provincia contra los franceses, refería, lamentándose, una madre al fraile de cuaresma los devaneos de una hija con los dichosos lanceros, para que reprendiese a la muchacha. Pero el fraile exclamaba a cada paso: ¡Cuánto me alegro yo de eso! -Tantas veces exclamó, que le preguntó la madre por qué razón se alegraba, a lo que contestó el fraile: "Porque no sabía yo que tenía tanta gente D. Julián"».


Para terminar con este personaje, celebérrimo en aquella comarca (y cuya suerte posterior nunca pude saber), diré que cinco años después, en 1818, hallándome de nuevo en Salamanca, en una expedición hecha en compañía de otros jóvenes a la villa de Tamames, teatro de una de las más señaladas proezas del D. Julián, tuve ocasión de conocerle personalmente, presidiendo una corrida de toros dada en su obsequio en la plaza de dicha villa: por cierto, que en ella se dio el singular espectáculo de que no habiendo quien concluyese con el último toro, como quiera que fuese entrada ya la noche, el guerrillero presidente dispuso acudir a su acostumbrado expediente de fusilar al enemigo, a cuyo efecto y de su orden salieron de todos los ángulos de la plaza multitud de tiros que acabaron en breve con la fiera, no sin algún susto (aunque con mayor contentamiento) de los espectadores, que hallaban muy natural la adopción de este remedio casero, y muy propio para terminar la función taurina.



- III -

Y ya que el giro de mi discurso me ha conducido, sin saber cómo, desde 1813 a 1818, aludiendo a mi nueva estancia en Salamanca en esta última fecha, no quiero despedirme de aquella ilustre ciudad y tierra, sin consignar alguna de las impresiones que en la citada época, y ya en edad más propia, produjeron en mi ánimo y conserva cariñosamente mi memoria las singulares dotes que realzan a aquella interesante localidad.

Necesariamente ha de dominar en mis recuerdos el de su celebérrima Universidad, que, aunque grandemente decaída de su antiguo esplendor, todavía en 1818 ofrecía una fisonomía característica y animada. En sus antiguas aulas parece aspirarse aún el acento y la doctrina de un Luis de León, de un Francisco Sánchez, el Brocense; de un Melchor Cano, de un Diego de Deza y de cien ilustres varones, gloria de los siglos XVI y XVII; todavía hasta fines del pasado descollaban en la enseñanza D. Diego de Torres, Fr. Diego González, Forner, Meléndez Valdés y otros, que, con el coronel Cadalso, el insigne Jovellanos, Cienfuegos, Quintana y Sánchez Barbero, presidieron al renacimiento del buen gusto y de las letras españolas, formando la que con justo título fue apellidada Escuela Salmantina. -Mi imaginación juvenil y mi asombrosa memoria se complacían en recordar bajo aquellas sombrías bóvedas las magníficas composiciones de aquellos ilustres vates, maestros del buen decir y de la poesía castellana; deleitábame en recitar en alta voz la Noche serena, de Fr. Luis de León; El Murciélago alevoso, de Fr. Diego González; las punzantes letrillas y sarcásticos epigramas de Iglesias, y, sobre todo, las incomparables églogas y romances de mi autor favorito, el dulcísimo Meléndez Valdés, el cantor de La Vida del campo y de La Flor Zurguén.


La espléndida pléyade de aquellos ilustres profesores de la Universidad Salmantina era todavía, en 1818, representada por los sabios doctores D. Toribio Núñez, don Miguel Martel, D. Martín Hinojosa, D. Tomás González, D. José Mintegui, D. Juan Justo García, D. Diego González Alonso, y otros que no recuerdo ahora; pero casi todos ellos se hallaban a la sazón separados de las cátedras, a consecuencia de la injusta causa que les suscitó, en 1815, el fanático ministro de Fernando VII, Lozano de Torres, a pretexto de sus ideas políticas y de cierto plan de estudios que habían presentado a las Cortes del año anterior; causa y persecución que me eran muy conocidas por haber sido testigo de las gestiones de mi padre en defensa de dichos doctores, que le tenían confiados sus poderes.

Recorriendo luego los magníficos monumentos que aún quedan, y que, a pesar de la sensible pérdida de tantos otros, todavía conservan a la ciudad de Salamanca su carácter excepcional, admiraba la bellísima Catedral; la elegante fábrica del templo y convento de la Compañía, que pudiera muy bien disputarla aquel título; el artístico Santo Domingo (San Esteban), que tuvo la gloria de albergar a CRISTÓBAL COLÓN, bajo la protección de fray Diego de Deza -y en el cual discutió y aun convenció a los doctores allí reunidos de la verdad de sus inmortales proyectos-; la magnífica iglesia de las Agustinas y el palacio contiguo de Monterey; los espléndidos colegios mayores, Viejo y del Arzobispo, y otros grandiosos edificios de la mayor importancia: las casas de Las Conchas, la de La Salina, La Torre del Clavero, etc., realzadas por interesantes hechos históricos y románticas leyendas; El Puente romano y la inmensa y monumental Plaza Mayor, que es sin disputa la primera de España, y a quien pudiera hacerse la misma pregunta que madame Stael dirigía a la capital de Rusia: «San Petersburgo, ¿qué haces aquí?».

En ella presencié, durante la animada feria de Setiembre de aquel año, las famosas corridas de toros, las más concurridas y aparatosas que he presenciado en España, aunque entren en corro las de Madrid, Sevilla y Valencia; por cierto que en una de ellas quedó gravemente herido, el célebre primer espada, que, si no me engaña la memoria, se llamaba Curro Guillén, y en ella había quedado muerto algunos años antes un hijo del insigne matador Pedro Romero. -Estas catástrofes, muy probables en aquella plaza por su desmedida extensión, la altura y corpulencia de los toros de Peñaranda de Bracamonte, y la presencia de un pueblo numeroso e inteligente, que excitaba imprudentemente el ardor de los lidiadores, hacían a estos retraerse de concurrir a ella y aun poner ciertas condiciones, de lo que era buen testigo mi padre, que solía ser el encargado por el Ayuntamiento de contratar las cuadrillas en Madrid. Hoy, más cuerdamente, no su celebra tal función en la plaza Mayor, y sí en un circo más proporcionado, construido al efecto.

El carácter, en fin, alegre, franco y decidor de los salamanquinos, salpimentado con ciertos dejos epigramáticos y aun sarcásticos, y los favores y distinción que (sin duda en obsequio de mi buen padre) me prodigaron todas las clases de la sociedad en mi tierna juventud, me hicieron, repito, conservar de ellos una memoria halagüeña y contraer amistades que sólo la muerte ha podido borrar. -Con ellos, con mis jóvenes camaradas, pude conocer también y apreciar las costumbres de la tierra, asistir a fiestas y romerías y a los peligrosos herraderos, en que lucían su destreza y hasta su temeridad; con ellos recorrí también aquellos fértiles campos, aquellas opulentas granjas y caseríos, en que sus dueños y arrendatarios los Lasos de Rodas Viejas, los Sánchez de Terrones y los Venturas de Gallegos de Huebra, con su campesina magnificencia, sus animados festines, sus pintorescas bodas, su natural ingenio, y hasta su cultura y distinción, traían a mi memoria las bucólicas descripciones de Rojas en el García del Castañar, que acababa de oír en Madrid de los labios del incomparable actor Isidoro Mayquez.

Sin duda alguna que el trascurso de sesenta años y la diversa índole de nuestra sociedad actual habrán alterado aquellas costumbres, entonces verdaderamente patriarcales; pero, a pesar de tantas y tantas vicisitudes, todavía habrá al menos que rendir el debido homenaje a un pueblo cuya sensatez, ilustración y cultura ha sabido resistir a las terribles pruebas de tres guerras civiles, sin tomar parte en ninguna de ellas, sin haber regado sus campiñas con la sangre de sus hijos, ni añadido una página sola a nuestra lúgubre historia contemporánea.