27 de enero de 2012

Sugestión

Traemos hoy una historieta publicada en el Adelanto hace ahora unos cien años. Parece ser que se trató de algo real. Una broma tramada por unos amiguetes. Según el autor del relato, por entonces a los salmantinos se les conocía como los "andaluces de Castilla".

Sugestión

Fué en Salamanca donde ocurrió esto que voy a contar. Los artesanos de mi ciudad han tenido siempre fama, a lo menos entre nosotros mismos, de graciosotes y chungones. Por algo se ha dicho más de una vez que los salamanquinos somos los andaluces de Castilla. Algo sin duda se va modificando el carácter, como se modifica todo, pero en los tiempos a que voy a referirme, los de mi infancia, estaba, por decirlo así, en toda su plenitud.

Por entonces subsistían todavía muchos apodos que han ido desapareciendo, porque no hay ya aquella manía por ellos, que parece propia de los pueblos pequeños, y en Salamanca, con la mitad de habitantes que ahora tiene, se vivía como en familia. Al "héroe" de mi historia se le apodaba Geras. Su nombre propio y su apellido, si mal no recuerdo, eran Antonio Alvarez, y aun creo recordar también que tenía no sé qué parentesco con la familia del músico Felipe Espino. Geras era carpintero de oficio, pero de posición algún tanto desahogada; su principal ocupación era construir obras por contrata.

¿Y quién no conocía a Geras? Era grande, como yo creo que la de todos los vecinos de la ciudad oor aquella fecha, su popularidad. Yo le recuerdo bien: de baja estatura, algo rechoncho, jaquetón...

Sucedió, pues, que una mañana, al dirigirse el maestro Geras a la obra, no bien salió de su casa, se encontró con otro artesano, que al darle los buenos días le detuvo, diciéndole:
—¿Qué te pasa, Geras? ¿Estás malo?
—No—contestó Geras —¿Por qué?
—Habrás pasado entonces mala noche. Tienes muy mala cara
—Pues no me pasa nada. He dormido bien.
—Bueno. Me alegro. Adiós.
—Adiós.
No bien había andado el señor Antonio algunos pasos, al volver una esquina, se encontró con otro amigote.
—Buenos días, Geras —le dijo— ¿Se va a la obra?
—Sí. ¿Y tú, al trabajo?
—También... Pero, oye, ¿has estado malo? ¡Vaya una cara que tienes! A tí te ocurre algo...
—No, nada.
—Pues cualquiera lo diría—. Vaya, que te alivies...
—Adiós.

Geras comenzó a preocuparse y acaso a darse tentones por todo el cuerpo, por si algo le dolía, pero continuó andando hacia la obra. En otra calle se encontró con un tercer compinche.
—Adiós, Geras.
—Anda con Dios.
—¿Cómo sales así de casa?
—¿Por qué lo dices?
—Hombre, porque tienes cara de desenterrado. Así no debieras ir a trabajar. La salú es lo primero.
—Pero si no me duele nada...
—Pues nadie lo diría. Entonces es que has andado de parranda... —Tampoco.
— Pues mira, cuídate, que esa cara es de cualquier cosa... Adiós.

Geras no resistió más. Se sintió enfermo en aquel momento. Le dieron náuseas y mareos, o le pareció a él que le daban. Se volvió para su casa y le dijo a su mujer, que se alarmó al verle, que se sentía malo, muy malo, y hasta creo que se metió en la cama. Y todo ello había sido una broma de los amigos, que se habían puesto de acuerdo para dársela. Un verdadero caso de sugestión, aunque es seguro que los artesanos salamanquinos de aquel tiempo no conocían el fenómeno, ni aun la palabra.

RAMÓN BARCO